"Hemos roto el mundo" dice Claudia Aboaf (Buenos Aires 12 ene 1960) en sus respuestas a las tres preguntas que Gisela Heffes le hace sobre los efectos que estamos causando al medio ambiente y cómo la literatura entra en esa conversación. Escritora de gran talento agrega que "cuando el futuro se opaca son las distopías las que dan cuenta de nuestro fracaso" . Acompáñennos como cada mes en esta importante sección para reflexionar y lean las respuestas, buenísimos referentes sobre un momento crítico en la historia de la humanidad.
1. Frente a los cambios que el Antropoceno va produciendo en el planeta y las crecientes alteraciones geológicas que los humanos estamos provocando, ¿cuál es el rol de la literatura y el arte, y es posible (o no) dar cuenta estéticamente de estos cambios?
Hemos roto el mundo. Además de la biosfera, esa envoltura en donde todo lo vivo se desenvuelve, también ha colapsado el mundo de los signos y los significados con los que interactuamos. Sin embargo, en la biosfera del lenguaje hay un espacio de contención ante la violencia discursiva y ese espacio es la literatura. Una novela, un cuento, la poesía puede tender un puente sensible con el lector para sacarlo de su burbuja de ensimismamiento y acercarlo a mundos más complejos. En la seguridad de la lectura habitamos personajes multiespecies, reversiones del pasado y utopías futuras. También es cierto que los signos de la naturaleza que parecían intemporales como los bosques, los hielos eternos o los humedales están agotados y esa irritación del planeta es una marca que emerge en las narrativas. Cuando el futuro se opaca son las distopías las que dan cuenta de nuestro fracaso. Funcionan como faros de advertencia, pero si el relato colapsista está asociado a una gran excitación tecnológica, sólo nos deja llorando como niños por los juguetes rotos. La clifi o ciencia ficción climática carga a veces la inercia del capitalismo y la lucha por la supervivencia, como también la interpretación racial y el Otro amenazante. No por tratar la crisis socioambiental deja de ser conservadora, y a veces repite ejes de dominación y conquista. Estamos al límite del caos, y al escribir no hay que ser cauteloso, para así perforar la malla que sujeta el pensamiento. La mente sensible es capaz de tender una cartografía visionaria y cada tanto las humanidades en riesgo reúnen la vitalidad suficiente para desmoronar las construcciones letales e imaginar otras alternativas, por ahora fantasmáticas. Algunas de esas pistas se encuentran en libros como Los desposeídos de Ursula Le Guin. Las personas saben que se está moviendo la realidad, pero no distinguen qué es lo que pasa. Es un cambio acelerado que prefiere ser ignorado porque es muy atemorizante. Entre el positivismo y las conspiraciones ya no sabemos qué es lo real. La literatura, el arte, son un portal, por que la verdad está ahí, entre lo real y lo extraño.
2. ¿Cómo visualizar, además de la crisis planetaria y el imaginario escatológico, nuevos mundos o mundos alternativos, tal como lo proponen escritores como Margaret Atwood, cuando señala: “Las utopías van a volver porque tenemos que imaginar cómo salvar el mundo”?
¿Es importante cambiar la saga de origen, la lucha de garras y dientes que nos hemos contado? Muchas teorías infames vertebran nuestra cultura, verdades que luego fueron mentiras descomunales. Fue esa pregunta acerca de la saga evolutiva la que me llevó a escribir mi novela El ojo y la Flor en el año 2019 y para hacerlo, retomé un libro que me había impactado en los años 90: Microcosmos de Lynn Margullis, allí da cuenta de la simbiogénesis, una ensamble de linajes distintos que pudo ser el origen de la vida. Un híbrido de animal- planta. Donna Haraway cuenta en Seguir con el problema: Generar parentescos en el Chthuluceno que asistió a un taller de literatura para escribir el último capítulo del libro Las historias de Camille como un gesto especulativo para “poner el pensamiento bajo el signo de un compromiso por y para algo posible que trata de activarse, de ser perceptible en el presente”. La bióloga recurrió a la ficción ya que sólo con la imaginación encendida podía dar cuenta -ante el abismo de la extinción- del problema de la superpoblación, y a la vez narrar un futuro de 400 años con asociaciones multiespecies: las per-sims, los simbiontes, que vienen a reequilibrar la sobrecarga de humanxs en el planeta como solución. Es así que en las catástrofes ocurren milagros lingüísticos, los neologismos y el lenguaje inclusivo operan en ese sentido. Y también la poesía le vuelve a dar aire al mundo, con su pulso nos permite respirar. Juan. L Ortiz no teme decirlo: “¿No era ya la nueva conciencia de una unidad libre de azucena y, oh sorpresa de los tiempos, no se estaba ya en la “revolución por la delicadeza” ? “La revolución por la delicadeza”, la literatura, puede liberar las palabras y darles sentido, y esa es una acción Bella, a diferencia de una acción moral que te dice qué hacer. Hay acción en el trabajo artesanal de la palabra para destilar la potencia poética con el lector. Podemos recombinar las cicatrices y escribir entre la poética y la política.
3. ¿Cuáles son los textos, trabajos y obras que más te inspiraron a escribir, entre muchos, El rey del agua, y por qué?
En 2016, la omnipresencia del río marrón en mi vida cotidiana -vivo en el delta de Tigre- me impregnó del “sentimiento de río” tal como a Horacio Quiroga lo tomó “el sentimiento de catarata” durante una navegación junto a Leopoldo Lugones hasta Iguazú, donde tenía que oficiar de cronista, pero en vez de informar la geografía, toda esa “información sensible” derivó en sus cuentos fantásticos. Con las notas de Quiroga y los ojos en el río comencé a escribir El rey del agua.
También Sarmiento, “el paradójico apóstol del porvenir” como llamó Borges a quien fuera presidente de nuestro país a mediados de 1800, escribió una serie de artículos que reunían sus observaciones alucinadas, y se publicaron en el libro El Carapachay; allí encontré cómo “el loco Sarmiento” construye para el delta su propia utopía: un edén criollo al que le da un origen mítico para glorificarlo, “…donde nace el hombre americano”, se refiere al “carapachayo” un hombre anfibio que boga en chalanas por los canales misteriosos. Ese texto me ayudó a confirmar que “documentarse y delirar no son antagónicos” como lo señaló Alberto Laiseca. Hice una especie de apropiación de una tradición literaria con sus magníficas visiones, pero para deconstruirla. La exportación del agua, como el “nuevo oro líquido” es el eje central de la trama de El rey del agua y hoy, el hombre más rico del planeta me asalta las noticias del seteo de google para el título de mi novela porque lo llaman “el rey del agua” gracias a las superventas de agua envasada.
En su continuación, El ojo y la flor, mi última novela de 2019, el libro de la bióloga Lynn Margulis, Microcosmos, que ya mencioné, abonó la idea que resume el título: La flor no existe sin el ojo que la mire. Y la arquitectura del ojo nació con las flores. El ojo de los insectos coevolucionó a la par de las iridiscencias que las flores manifestaron para atraerlos, que son a su vez, señales coloridas de su alimento. Fue esa la base biológica para la metáfora floral del encuentro de las hermanas protagonistas en la trilogía, tan diferentes como complementarias.
También hice una arqueología de las capas teóricas, en algunos casos de ideas perversas que se extendieron en carnicerías humanas de autores como Malthus, el pater noster de Darwin, con su nivelación matemática; Withe que enuncia el poligenismo y el lugar que ocupan los negros en la “gran cadena de los seres”, o Prichard que busca la belleza en la desaparición de la pigmentación oscura, fueron lecturas para crear la sociedad distópica de Nueva Ensenada, gobernada por la Marina, institución que tuvo un protagonismo nefasto en la pasada dictadura militar de la Argentina.
Necesitaba investigar la “idea fuerza” que me obsesionaba, algo que parecía imposible: la sequía del río Paraná, el “río pariente del mar“ en el idioma guaraní, que nutre el delta -una vez agotada la venta del agua por parte del gobernante faraónico de El rey del agua-, esa cuenca que comienza en la Amazonía y termina vertiéndose en el océano Atlántico, comenzó a sufrir estrés hídrico y el evento extremo sucedió en la realidad. Se inició en el 2020 a causa de la tala de la selva: ya no se forman los ríos del cielo, esos ríos voladores que luego descargan el agua condensada. Es una sequía que continúa en estos días. No creo que la ciencia ficción haga profecías pero sí estira el presente en el curso de la imaginación y el cauce del gran río quedó desnudo, con toda la basura nuestra y los peces muertos a la vista, tal como lo había sostenido en mi mente durante la escritura: sin agua. Mapas y estudios de los lechos marinos, archivos de barcos varados en el último siglo, también la filosofía y la mística del agua, que en la poesía de Borges invoca a Heráclito y el río, funcionaron como hipotextos. Al finalizar la trilogía que inicié con Pichonas de 2014 necesité despegarme de la distopía, de los “malos lugares” y me di cuenta de que estaba narrando una historia de amor, donde la coevolución, la simbiosis, el agua como bien común son signos de la interacción de la biosfera toda y, la premisa de que somos simbiontes aunque no lo sepamos, levantaron el texto hacia una utopía. Después de todo, el mundo es más de relaciones que de personas.